6. Viaje

Fuste (Agrigento)
Fuste (Agrigento) © Antonio Juárez, 2008

El viaje forma parte esencial en la formación del arquitecto. En cualquier disciplina creativa es imprescindible esta actividad que, más allá del viaje en sí mismo, es una actitud mental. Es ésta la del que se acerca a una realidad lejana o extraña y tiene que discriminar desde la propia experiencia la validez de unos principios recibidos. Viajar es abrir posibildades insospechadas para la mirada, para el cuestionamiento de maneras diversas de resolver los problemas, para aceptar o rechazar circunstancias y valores ya conocidos. En definitiva, el viaje posibilita una actitud abierta para mirar a una tradición ajena y confrontarla con la propia, una actitud permeable y atenta hacia lo nuevo haciendo el ejercicio, en la distancia, de evaluar lo ya sabido frente a lo nuevo que se nos muestra.

Aprender de cómo otros arquitectos han hecho sus viajes es algo importante, pues nos permite prepararnos para otros viajes, afines o distantes, y nos acerca a esa imprescindible tarea de confrontación entre lo familiar y lo extraño que se produce constantemente en el aprendizaje.

En su “mensaje a los estudiantes de arquitectura“, Le Corbusier relata episodios de su viaje a Oriente, realizado a los veintitrés años, y nos abre un espacio para considerar cómo se produce la experiencia del viaje para el arquitecto:

Lo com­prendí durante un largo viaje que realicé en 1911, con la mochila en la espalda, de Praga hasta Asia Menor y Grecia. Descubrí la arquitectura, instalada en su sitio y más que eso: la arquitectura expresaba el sitio, -discurso y elocuencia del hombre convertido en señor de los lugares: Partenón, Acrópolis, estuario del Pireo y las islas; pero también, el más pequeño muro cer­cando ovejas; y nuevamente el muelle arrojado al mar y la cintura del puerto; y además, esos tres dados de piedra, en Delfos, haciendo frente al Parnaso, etc. En Argel, por ejemplo, la reserva arquitectónica que mantiene la altura cuando, desde el borde del mar, uno asciende con tanta rapidez a los doscientos metros, sobre el Fuerte del Emperador: uno ha visto extenderse sucesivamente el plano del mar, al punto de ascender hasta la parte más alta de la meseta; aparecen entonces los montes de Kabilia, después la cadena del Atlas. ¡Qué poten­cial poético! Todo esto es vuestro, arquitectos, vosotros lo podéis hacer entrar en nuestras casas; limitando vuestras piezas a algunos pocos metros cuadrados de habita­ción, extenderéis el imperio hasta el fin de estos horizontes descubiertos y que vosotros podéis conquistar. El amo a quien servís con vuestros planos y vuestros cortes posee ojos y, detrás de su espejo, una sensibilidad, una inteligencia, un corazón. Desde el exterior, vuestra obra arquitectónica se unirá al sitio. Pero desde el exterior, lo integrará. 

[…]

La arquitectura se camina, se recorre y no es de manera alguna, como ciertas enseñanzas, esa ilusión totalmente gráfica organizada alrededor de un punto central abstracto que pretende ser hombre, un hombre quimérico muni­do de un ojo de mosca y cuya visión sería simultáneamente circular. Este hombre no existe, y es por esta confusión que el período clásico estimuló el naufragio de la arqui­tectura.

[…]

Tratándose de circulación exterior, hemos hablado de vida o de muerte, de vida o de muerte de la sensación arquitectónica, de vida o de muerte de la emoción. Acon­tecimiento que se vuelve más pertinente aún cuando se trata de circulación interior. Se dice, sin ceremonia alguna, que un ser viviente es un tubo digestivo. También, sucintamente, decimos que la arquitectura es circulación interior y no por razones exclusivamente funciona­les (sabemos que para responder al rigor de los proble­mas modernos, la arquitectura de usinas, de locales de administración, de edificios públicos está obligada a alinear en un orden impecable, a lo largo de un cable conductor, la serie regular de diversas funciones), pero muy especialmente por razones de emoción, los diversos aspectos de la obra, la sinfonía que, en realidad, se eje­cuta, sólo aprehensibles a medida que nuestros pasos nos llevan, nos sitúan y nos desplazan, ofreciendo a nuestra vista el pasto de los muros o de las perspectivas, lo esperado o lo inesperado de las puertas que descubren el secreto de nuevos espacios, la sucesión de las sombras, penumbras o luces que irradia el sol penetrando por las ventanas o los vanos, la vista de las lejanías edificadas o plantadas, como también la de los primeros planos sa­biamente dispuesta. La calidad de la circulación interior será la virtud biológica de la obra, organización del cuer­po construido ligado en verdad a la razón de ser del edificio. La buena arquitectura “se camina” y se “reco­rre” tanto adentro como afuera. Es la arquitectura viva. La mala arquitectura está coagulada alrededor de un punto fijo, irreal, ficticio, extraño a la ley humana. 

[…]

He aquí cómo se prepara una sinfonía: ley del suelo, sitio, topografía, escala de empresas; circulación ex­terior revelando la actitud de la obra; circulación in­terior; recursos infinitos de las invenciones técnicas pu­diendo, en ocasiones, obrar de común acuerdo con los medios más tradicionales; en fin, introducción de mate­riales nuevos y mantenimiento de materiales eternos… También, podría tratarse de una casa de fin de semana o de un palacio inmenso, de una represa hidráulica, o de una fábrica: la llamada a la imaginación permanece constante. A través de todo el territorio del país, no exis­te ninguna obra que nos otorgue el derecho a calificarla de indiferente: todo tiene su importancia, desempeña su papel, carga con la responsabilidad de tornar más her­moso o más infame el país. Cada cosa es un total y sin embargo, sólo es un fragmento. La patria se compone de esa alianza que liga a la naturaleza con la casa cons­truida. De un paso a otro, de una calle a otra, de un barrio a otro, ¿por qué debería existir una ruptura del encantamiento proveniente de tanto fervor consagrado a la construcción de cada objeto?” (1)

(1) LE CORBUSIER, Mensaje a los estudiantes de arquitectura, Ediciones Infinito, Buenos Aires, 2004, págs. 27 y ss.

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