38. Inutilidad

Washing car station floor reflections
Washing car station floor reflections © Antonio Juárez, 2020

La arquitectura habita en el territorio fronterizo entre la necesidad y la fascinación, la producción y la mágica seductora presencia de su imagen. Cada tiempo marca inquietudes singulares: una particular tensión del espíritu hecho forma y, también, modos diversos de gestionar la economía, los recursos, la técnica y los materiales. La necesidad de anclarse en el rigor disciplinar que ha caracterizado a la mejor arquitectura del pasado no puede dejar de estar revestida de una imagen, icónica o simbólica, que exprese consolidación o estabilidad, o la reverberante imagen de una belleza resplandeciente.

En esta conjunción de polaridades, aparentemente contradictorias, se concilia una síntesis difícil de ponderar: una curiosa articulación entre medios y finalidades, de producción y gratuidad, con la asombrosa presencia de algo aparentemente inútil: el placer de su progresiva gestación o consumo, o de un adecuado grafismo que -no sólo representa- sino que también tiene un valor en sí mismo, más allá de su virtualidad constructiva.

Y aunque los fuegos de artificio parecen denotar cierta vacuidad, cierta banalidad, constituyen la metáfora de una realidad que se desgasta en el momento mismo de empezar a existir, y resaltan una reivindicación de lo aparentemente inútil, de algo que se consume en su misma producción. Pero en esta condición de inutilidad, en esa realidad efímera, existe algo de profunda conexión con todo lo humano: la mirada asombrada ante el mundo, el inquietante reflejo de los hechos, que va más allá de su propia realidad, para entrar en una dimensión eminentemente poética. Como en la melodía de lo sonoro de un poema o de una pieza musical, cada parte se disuelve para dejar paso a la siguiente, y en ese progresivo dejar morir cada fragmento de la secuencia podemos percibir una totalidad que es siempre más grande que las cosas mismas. Y paradójicamente, la vida cobra un sentido profundo en su aparente dejar de ser, en su inutilidad, en el permanente dejar morir a las cosas para poder captar el conjunto de su lenguaje, de su sentido.

La vida se consume a sí misma para seguir viviendo, y de la conquista que dispara toda búsqueda queda, entre el rescoldo de sus cenizas, un deseo que se apacigua en la misma conquista de lo amado. El hacer humano consiste en el paradójico conciliarse de los medios y los fines, de utilidades y gozos, de ocio y negocio (nec-otium).

En el vivir se entrelaza, una misteriosa unidad de vida y muerte, que trasciende visiones simplistas, entrelazándose también donación y posesión, el deseo y una cierta condición de desposesión, de serena aceptación de pérdida del mundo.

Bernard Tschumi resalta en su Manifiesto de los fuegos artificiales, más allá de lo polémico de su tesis, esa sentencia griega de que vivimos para el ocio, y lo demás, no es más que un medio para la ineludible necesidad del ser humano de ese disfrute del alma que es la contemplación y que enriquece el espíritu, más allá de la pura virtuosa eficacia de las acciones pues, en esa dimensión contemplativa, el ser humano alcanza una plenitud a la que está llamado:

“Si enciendes una cerilla sin otro motivo que verla arder, obtendrás una buena idea del carácter gratuito de la arquitectura. Aunque debes distinguir este acto de su aspecto productivo. Si, acercando la cerilla al gas, enciendes el fuego que calienta el café que normalmente bebes antes de ir a trabajar, entonces este gasto no será gratuito. Entrará en un movimiento que pertenece al flujo del capital: buenas cerillas – fuerza laboral sana – salarios básicos – buenas cerillas. Pero cuando enciendes el pequeño fósforo marrón sólo para verlo, porque sí, para ver sus colores, oír su ruido diminuto, para disfrutar de cómo se extingue ese palillo de madera; entonces aprecias el gasto gratuito, el que no conduce a nada, el que se pierde por completo. El auténtico placer siempre se reconoce por su inutilidad. Pero cuando la arquitectura busca el placer más que una virtuosa eficacia, nunca parece consumirse. Es siempre como un frío espejo que refleja cada habitación, cada cornisa, cada columna.

Cada uno de tus movimientos se convierte en el movimiento y su imagen reflejada, que sin duda posee la dignidad propia de las imágenes, y prohíbe que tu conciencia se abandone a perversas intuiciones. Incluso cuando los amantes persiguen disfrutes más profundos o los asesinos mejores presas, lo que cuenta es la imagen reflejada.

El placer de la arquitectura se convierte en la arquitectura del placer, no para consumirse a sí misma, sino para ser consumida con indiferencia. El placer se vuelve menos importante que su evidencia documentada simétricamente. Y la arquitectura siempre parece que enciende cerillas para hacer fuego. Pero cuando tú encendiste aquella cerilla inútil hace un momento, cuando hiciste aquel dibujo por placer y no por significado, por figuración más que por representación, probaste la diversión de energía por excelencia. Con un movimiento conseguiste un deleite que no pudo venderse ni comprarse. Nada más que un disimulado deseo de morir, tu goce no produjo nada. Sí, igual que todas las fuerzas eróticas contenidas en tu movimiento se han consumido fútilmente, la buena arquitectura debe ser concebida, erigida y quemada en vano. La mejor arquitectura de todas es la de los fuegos artificiales: muestra a la perfección el consumo gratuito de placer.” [*]

[*] Bernard Tschumi, Manifiesto de los fuegos artificiales, 1974.

Publicado con motivo de su primera performance de “Fuegos artificiales“, en la Architectural Association de Londres. El evento original se representó por segunda vez en el mismo lugar en 2009. En 1992 Tschumi desarrolló otra acción de fuegos artificiales en el Parque de la Villete de París con motivo de la construcción del proyecto, en el que venía trabajando desde1982. En esta ocasión el evento fue contemplado por más de 100.000 personas. A modo de partituras, el arquitecto desarrolló un nuevo sistema de notación espacio-temporal que previamente había sido ensayado, tentativamente, en su obra: Manhattan Transcripts de 1981.