10. Ritmo

Ritmo (Olivetti Showroom, Carlo Scarpa, Venecia)
Ritmo (Olivetti Showroom, Carlo Scarpa, Venecia) © Antonio Juárez, 2008

El principio dinámico del ritmo confiere vida al estado inerte de las cosas pues, en sus vaivenes ondulatorios, en sus variaciones o repeticiones, el agua, el aire, la tierra o cualquier elemento material, tanto en el exterior como en el interior de nuestro propio cuerpo, alcanzan matices infinitos y transmiten una pulsión vital.  El ritmo permite percibir, ya sea en el tiempo como en el espacio, una vibración organizada del conjunto.

Ejercitarse en descubrir el ritmo escondido de las cosas o de las estructuras construidas, que comporta -en ocasiones- una altísima complejidad, es una tarea ineludible y necesaria para todos los que pretendan intervenir creativamente en la transformación o reestructuración del medio. Maestros antiguos y modernos lo han tratado de explicar. Moisei Ginzburg lo denomina ‘regulador supremo’ de los procesos formales, más allá de las culturas y de las costumbres:

“El universo está lleno de ritmo. Podemos encontrar sus leyes en el movimiento de los sistemas planetarios, en el trabajo de las personas, en el movimiento flexible de los animales salvajes y en la corriente de un río. En cualquier ciencia, en cualquier proceso vital, en todas partes podemos ver la manifestación del ritmo.

Todas las hipótesis científicas, las leyes y los pensamientos filosóficos no son sino un intento por encontrar fórmulas y definiciones capaces de expresar el latido rítmico del cosmos.

También el mundo interior del hombre está sometido a las leyes del ritmo, que constituyen un elemento de su naturaleza psico-física, la actividad de sus pulmones y su corazón, el movimiento de sus brazos y piernas.

Muchos historiadores y viajeros han descrito cómo hombres de raza negra, árabes o zulúes tienen en sus movimientos, bailes, cantos, juegos y trabajos un constante sentido del ritmo que siguen con gran precisión, ya que procede de su esencia orgánica como hombres.

El ritmo es una especie de regulador supremo, un sabio timonel que dirige toda la actividad en el universo.

El ritmo no sólo facilita nuestro trabajo, es además una fuente de satisfacción estética, un elemento del arte inherente al ser humano, desde el bárbaro hasta el más refinado representante de las épocas más ilustradas.

El ritmo nos permite disfrutar al máximo los placeres vitales con el mínimo consumo de energía y alegría.

Los sabios y filósofos de la antigüedad ya señalaron este efecto del ritmo. Platón y Aristóteles lo mencionan con frecuencia. Aristóteles distingue tres tipos de ritmo: el ritmo de las figuras (el baile), el ritmo de los tonos (cantos) y el ritmo del habla (métrica).

[…]

Todas las formas arquitectónicas, por sí mismas, son consecuencia del ritmo. Las características del ritmo determinan el carácter de la forma. De igual modo, también un conjunto de formas arquitectónicas relacionadas entre sí son una manifestación de ciertas leyes rítmicas.

El ritmo es esa fuerza básica, ese sistema de leyes que ordena en el espacio los elementos formales y crea determinadas agrupaciones de ellos, reuniéndolos y condensándolos en un lugar, cortándolos en otro, levantándolos o extendiéndolos a lo lejos.

Gracias a las leyes rítmicas se puede explicar la composición general del palacio Strozzi, el volumen del palacio Rucellai, el orden de sucesión de las pilastras de la Cancillería, o el de los huecos de las ventanas del palacio Pitti.

Al introducir el sentido del ritmo en la descripción de una forma aislada, descubrimos ciertas características de su inmovilidad estática (el estado armónico de la forma). También en un grupo de formas, una determinada intensidad del ritmo general formaciones totalmente diferentes desde el punto de vista rítmico, que analizamos como problemas distintos.

Así, podemos distinguir un conjunto de sistemas compositivos autónomos, que tienen sus propias leyes, a veces incluso contrarias a la idea de cualquier ritmo, y que, sin embargo, también pueden ser consideradas como función de cualquiera de las infinitas variaciones de las leyes rítmicas.

Así, el principio armónico que conocemos ordena los elementos en un estado estático que no permite aumentar ni reducir nada. Este principio define por completo cada uno de los llenos y vacíos por separado, su relación cualitativa y cuantitativa; es decir, el enfoque estático del problema rítmico.

[…]

Nos referimos a la alternancia regular de los llenos y vacíos, aislada de las restantes características arquitectónicas, nos referimos al movimiento de los elementos sometido a una ley clara, fácilmente perceptible y precisa en el carácter mismo del movimiento, pero que, al mismo tiempo, tiene sin determinar sus límites.

El efecto puramente rítmico, por sí mismo, es fragmentario. Sus limites no son imprescindibles, pero deben ser lo bastante extensos para que la percepción de cualquier ley rítmica sea posible. Una vez entendida, la posterior percepción de sus manifestaciones únicamente intensifica la satisfacción.

Ciertamente, al iniciar un acto perceptivo nuestra conciencia realiza siempre una labor activa de asimilación, y al finalizarlo sintetiza las impresiones recibidas. Sólo el fragmento intermedio, entre principio y fin, contiene la energía del efecto pasivo puramente musical.

Naturalmente, es difícil encontrar una manifestación tan clara del principio dinámico en estado puro. Al materializarse las leyes de este principio en formas arquitectónicas, el arquitecto siempre resuelve su objetivo siguiendo un determinado método compositivo, dependiente sólo del movimiento.

Este principio rítmico se muestra con mucha claridad en el sistema arquitectónico de formación de patios cerrados decorados con series continuas de pilastras, arcos y columnas.

En realidad, estas formas consisten en un anillo cerrado de llenos y vacíos, que se alternan uno con otro sin principio ni fin. Se trata de una cadena rítmica de elementos que se repiten y alternan donde nada atrapa la mirada, ni dirige la conciencia a un único lugar. Los arquitectos del Renacimiento italiano utilizaron este sistema con frecuencia en los cortile interiores de palacios y monasterios.

Este principio del anillo cerrado se aplicó en la ciudad de Bolonia a una composición longitudinal. Prácticamente toda la ciudad roja está atravesada por una serie de pórticos que pasan ininterrumpidamente de una casa a otra, de una manzana a otra; incluso la iglesia de San Lucas, que se encuentra en las afueras de la ciudad, está conectada con la ciudad a través de un extenso hilo de cientos de arcadas independientes.

Esta intuición puramente rítmica también caracteriza a la ciudad de Venecia, más aún que a Bolonia. Si comparamos la vida de cualquier otra república italiana concentrada en sí misma, cuya actividad se desarrolla dentro de la estrecha esfera de sus necesidades, a veces importantes pero siempre algo provincianas, con la amplia, abierta y elegante vida veneciana, tránsito directo entre Oriente y Occidente, con su lento ritmo vital, donde no existe el pasado, sino una suerte de presente eterno, es posible comprender por qué precisamente en Venecia se manifiesta con tanta claridad esta idea de un ritmo sin adornos.

Si viajamos a Venecia, nada más subir a una góndola, sentiremos el poder de esta sensación. El silencioso y suave movimiento de la embarcación, la inolvidable inclinación del gondolero, el fluir constante de las aguas de los canales, las líneas interminables de puentes y pasos, todo esto crea una magia vital que no coincide con el transcurso exacto del día y la noche.

En Venecia parece que todo ha estado siempre y estará eternamente, que sólo existe una Venecia: un fragmento de la eternidad, del devenir constante, de un ritmo que, sobre todo, está asociado a nuestra percepción de la ciudad.

El palacio Ducal, el de Vendramin Calergi, el fascinante encaje del Ca’D’Oro, las Bibliotecas Nueva y Vieja y las Procuradurías no destacan tanto por su monumentalidad y su carácter pintoresco, sino, sobre todo, por su ritmo.” (1)

 

(1) Moisei Ginzburg, El ritmo en la arquitectura, publicado en Moisei Gínzburg, Escritos (1923-1930), Biblioteca de Arquitectura, El Croquis Editorial, Madrid, 2007, págs. 29 y ss.

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